Poco podíamos imaginarnos, hace unos meses, que nuestras vidas profesionales iban a dar un giro de 180 grados. El COVID-19 entró en nuestras vidas para quedarse y para hacernos partícipes de una nueva era en nuestro día a día asistencial. Nuestras consultas, nuestros quirófanos, nuestras urgencias y nuestras reuniones de servicio parecen destinados a cambiar su enfoque y paradigma de actuación. Debemos mantener una distancia de seguridad –que no social–, es preferible visitar a menos pacientes de forma presencial, tenemos que considerar en qué quirófano operar a nuestros pacientes y, sobre todo, debemos actuar con unas medidas de protección que nos aseguren que el paciente y el profesional estén protegidos al 100%. A esto cabe añadir las coberturas legales y debemos considerar todas aquellas argucias documentales para quedar totalmente cubiertos ante un rebrote, que sabemos que volverá.
Hemos vivido unos meses de marzo y abril de infierno, hemos escalado la generación de una estructura antivírica como nunca y desescalado una reconstrucción de los hospitales para retornar a la normalidad del pasado. Y, paralelamente, hemos pensado, al ir a dormir después de una jornada agotadora, ¿qué ha pasado con nuestra actividad científica? La respuesta a esta demanda inconsciente ha sido visceral, categórica y llena de esperanza: “necesito cuantificar aquello que habitualmente no me interesaba, ¿cómo ha influido la pandemia en el ánimo de los profesionales de mi hospital?”.
Mientras íbamos recibiendo todo tipo de artículos del país asiático en el que todo empezó, nos planteábamos cómo estudiar la repercusión emocional que esta época iba a tener en nuestros profesionales. Algunos de nosotros, en colaboración con los servicios de salud mental, iniciamos las encuestas sobre todos y cada uno de los estamentos del hospital para conocer cuál era la situación real de nuestros compañeros de profesión. Fue en este momento, y a la luz de los resultados, cuando nos dimos cuenta de que algo estaba pasando y que esta situación dejaría una huella imborrable en nuestra actividad futura. En China, primer foco mundial(1,2), ya tenían resultados concluyentes como para poder asegurar que sus profesionales habían sufrido un estrés emocional importante, que el hecho de saber que el virus estaba en el seno del hospital ya era motivo suficiente para desarrollar un trastorno ansioso-depresivo importante, al margen de las importantes consecuencias clínicas que se podían producir por el hecho de infectarse(3). Aquellos profesionales que prestaron sus servicios en primera línea y aquellos que estuvieron en las zonas más expuestas al virus desarrollaron una alteración emocional más severa(4). Es por esto que hemos aprendido que debemos estar preparados para establecer una organización rápida y urgente, y poder dar soporte a aquellos profesionales susceptibles de sufrir en las trincheras los infortunios de una pandemia inesperada(5,6).
A raíz de esta situación excepcional, el teletrabajo parece ser la solución a todos los problemas. No tenemos una experiencia cierta, ni un volumen de pacientes tratados en esta línea importante; no obstante, parece que el futuro nos lleva a trabajar explorando menos e intuyendo más, palpando menos e irradiando más, basándonos más en la tecnología y dejando atrás el contacto humano que nos ha caracterizado en nuestra historia como galenos. Hace falta separar a los pacientes, no tocar en exceso y siempre con guantes, no descubrir el rostro por miedo a la contaminación aérea, realizar un cribaje salvaje para protegernos y, por encima de todo, cuidar a los nuestros al volver a casa por el miedo al contagio. Estamos adentrándonos, quizás, en una nueva dimensión, más asocial, más distante, más tecnológica, más telemática. Y la pregunta que nos asalta en estos momentos es la siguiente: ¿podemos aprovechar esta circunstancia para incentivar nuestra actividad científica?, el periodo que nos viene de miedo, precaución, reconsideración y reinvención ¿puede condicionar una mayor y mejor actividad científica? Dicen que “no hay mal que por bien no venga” y creedme que estoy de acuerdo. Quizás una de las cosas buenas que podemos sacar de esta pandemia terrible es la reconsideración de nuestra actividad científica en el día a día de nuestra vorágine asistencial, que sin duda puede marcar un cambio de rumbo en la visibilidad internacional de nuestros talentos profesionales. Quizás el cambio de paradigma en la distribución de nuestro tiempo puede mejorar esa potencialidad investigadora que todos llevamos dentro.
Espero que este editorial en tiempos de cambio sirva para estimular a todos los amantes de esta actividad poco remunerada pero muy valorada, la investigación, y, como consecuencia, la comprobación de nuestros resultados mediante la medicina basada en la evidencia.
Queridos autores, lectores y amigos de REACA, me gustaría con este artículo despedirme de todos vosotros como subdirector y comunicaros que dejaré de formar parte del equipo editorial de la revista de nuestra estimada asociación. Ha sido un verdadero placer formar parte de este grupo humano durante estos años y pienso que debemos ceder este espacio a las nuevas generaciones de artroscopistas que precisamente harán suyas las reflexiones realizadas en este escrito.
El futuro nos depara cambios sustanciales en nuestra manera de relacionarnos y en la forma de entender las futuras reuniones y congresos. Este futuro lo decidiremos nosotros y no os quepa ninguna duda de que lo haremos bien, porque cuando existe talento, todo fluye correctamente.
Un abrazo “virtual” y hasta siempre.
Joan Leal i Blanquet
Subdirector de REACA