Estimados y queridos amigos de la comunidad del pie y tobillo de la SEMCPT:
Agradezco la invitación de la Dirección de la revista para escribir un editorial sobre la perspectiva de nuestras vidas profesionales bajo el prisma de la COVID-19. Ha pasado ya más de un año desde que nuestras vidas fueron sacudidas y cambiadas. Mi primer recuerdo está con los que nos dejaron. Algunos compañeros y amigos muy queridos. Gabi, Aurelio, Alberto y otros, siempre estaréis en mi recuerdo. Cuesta mucho distanciarse de estas pérdidas, de la rabia, del duelo, para hablar de otras materias más mundanas, pero imagino que la vida sigue y tenemos que luchar por volver a la ansiada normalidad. Será nuestro mejor homenaje a nuestros añorados amigos.
Mirando al ámbito asistencial de nuestra especialidad, no voy a hablar de cifras ni de patologías en este espacio. Las podéis encontrar en las redes y todos podemos consultar y hemos vivido el descenso en la cirugía programada, el aumento en las listas de espera y cómo se han cambiado los criterios de tratamiento de algunas fracturas en los momentos críticos de la pandemia. La mayoría de nuestros pacientes cuyas cirugías tuvimos que aplazar han vuelto pidiendo una nueva fecha en cuanto la situación lo ha permitido. Es llamativo cómo nuestras patologías “menores” del pie y tobillo para algunos médicos, aseguradoras y políticos han demostrado tener un grado de dolor y de incapacidad hasta ahora no ponderado e igual o superior a patologías “mayores” y aparentemente más invalidantes, como las del raquis, la cadera o la rodilla. Muchos pacientes han asumido riesgos por encontrarse muy incapacitados. La cirugía programada ha sufrido un grave retraso en la sanidad pública y debería trabajarse ya en un “Plan Marshall” para rescatar a tantos y tantos pacientes que estarán sufriendo tanto como los que hemos tenido la posibilidad de operar (a un ritmo menor) en la sanidad privada. Con la perspectiva de unos meses y, después de haber revisado unos cuantos pacientes de muy diversas procedencias y patologías del pie y tobillo, es un orgullo ver cómo se han mantenido los cánones de indicaciones, ejecución quirúrgica y seguimiento que hacen grande a nuestra comunidad de especialistas. Las consultas telefónicas nos permitieron ayudar a algunos pacientes en un momento crítico, pero me parecen ahora peligrosas en manos de aseguradoras sin escrúpulos y con centralitas de atención al paciente a miles de kilómetros. Y también la falta de ética de algunos colegas que pretenden diagnosticar y tratar telefónicamente a un paciente sin explorarle, contra toda lex artis.
La sanidad pública ha sufrido en muchos frentes la acometida de la pandemia. Los residentes de trauma convertidos en héroes covidólogos, los adjuntos luchando por mantenerse en el seguimiento con sus pacientes y cubriendo turnos según las necesidades, los jefes haciendo encaje de bolillos con quirófanos insuficientes para la demanda de fracturas y tumores, los gestores hospitalarios sin cintura para proporcionar medios adecuados. Las sesiones clínicas y la formación interna olvidadas, los permisos suspendidos. La sanidad privada ha sufrido también, con algunos parámetros diferentes. Muchas pequeñas (y necesarias) prácticas privadas han cerrado con la pandemia y no abrirán más. Todas han sufrido las consecuencias económicas de un cierre forzado, con ingresos cero y con pagos obligados como muchos autónomos, pero además sin derecho a los expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) ni ayudas, completamente abandonados por los grupos hospitalarios y las aseguradoras. El nivel de abandono de las prácticas privadas es una posible causa que explica el nivel de quemazón (burnout) en nuestro entorno. Ha crecido y es palpable en cada café, en el vestuario, en el aparcamiento. Aparece hoy una noticia en prensa que estima en un 55% el porcentaje de burnout entre los médicos de hospital e indica que un 30% dejaría la medicina si pudiera económicamente hacerlo.
En medio de la desazón profesional generalizada, algunas buenas noticias han llegado para quedarse. Como la posibilidad de formar una asociación fuerte e independiente de médicos de ejercicio libre que impida el abuso ilegal de compañías y grupos hospitalarios. UNIPROMEL (Unión Profesional de Médicos de Ejercicio Libre) ha supuesto una gran bombona de oxígeno durante todos estos meses. Ya hemos terminado un nuevo nomenclátor, con ayuda de muchos compañeros y también de la SEMCPT, y la lucha por un horizonte profesional justo nos mantiene a muchos miles ilusionados. La hoja de ruta para recuperar esa ilusión, en toda la sanidad pública y privada, debería empezar por dignificar una profesión maltratada y ninguneada por políticos, instituciones, aseguradoras, hospitales y llamar a las cosas por su nombre. Si un paciente necesita un médico, que pida un médico y que visite un médico. Si necesita un sanitario, que vaya al cuarto de baño. Muchos estamos hartos de esa disolución de responsabilidades jerárquicas alentadas por los políticos que nos igualan a todos a la baja, pero cargando siempre en nosotros la responsabilidad cuando llega el problema. Y la pandemia nos ha dado más tiempo para pensar y una rabia difícil de manejar. Menos aplausos y mejores condiciones de trabajo y de salario. ¿Para cuándo la cotización de las guardias? ¿Para cuándo la mejora radical de los salarios públicos bochornosos y de los pagos vergonzantes de las compañías aseguradoras privadas? ¿Para cuándo la equiparación con otros colectivos? ¿Cómo podemos tolerar que el primer trabajo de muchos sea ser ministro?
Antes de la pandemia, nuestra presión asistencial era siempre alta. Los flotadores eran para muchos de nosotros los cursos y congresos a los que acudíamos y que nos permitían desahogarnos, reírnos, abrazarnos y cargar nuestras baterías para volver el lunes con ganas de empezar de nuevo y ayudar a nuestros pacientes. Se acabaron súbitamente y nos reinventamos on-line. Y con un gran mérito y resiliencia mantuvimos una formación con unos estándares de ilusión encomiables. Gratuita y masiva al principio, pensando en una provisionalidad reducida. Pero la situación continúa y la ilusión inicial ha ido progresivamente mutando hacia el hastío “zoombero” y la preocupación de las arcas medio vacías de las sociedades científicas. La presencialidad en otoño se me antoja más una necesidad humana que económica. La vacunación debería ayudar a sentirnos cerca de verdad.
En múltiples foros me han pedido que explique las partes más positivas de la pandemia y si algo ha llegado para quedarse. Aparte de lo ya reseñado, me cuesta mucho encontrar más. En lo mejor que puedo pensar es en que acabe pronto y para siempre. Las comunicaciones y reuniones on-line podrían, en un futuro, sustituir algunas reuniones físicas de procedimientos y protocolo, pero personalmente no creo que debieran sustituir nuestras reuniones científicas, cuyo peso y factor humano eran muy importantes. Decisivos, diría yo. Cuando nos retiremos en unos años nos llevaremos a nuestro retiro los recuerdos de las relaciones establecidas, de las amistades, de las anécdotas y no de cómo trazar una osteotomía en scarf. Nuestro patrimonio es el humano y no el técnico. Tengo el privilegio de pertenecer en este momento a tres juntas directivas y el sentimiento de injusticia hacia el trabajo realizado por estos colectivos con los que comparto muchas horas on-line. Su visibilidad y proyección no tendrán el retorno que merecen, pero su trabajo está guiado por una ilusión tan grande como en el pasado. Me quedo, sin duda, con el trabajo incondicional de todos mis compañeros/amigos, con la participación apasionada en los webinars, con los residentes y fellows que han seguido rotando con nosotros, a pesar de los riesgos, y con las ganas enormes de volver a abrazarnos todos pronto, pero de verdad. ¡Carpe diem!
Manuel Monteagudo de la Rosa
Vicepresidente 2.º de la SEMCPT